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Las primeras pistas de Darwin


El viaje del joven Charles Darwin a bordo del HMS Beagle entre los años 1831 y 1836 es uno de los episodios mejor conocidos y más cuidadosamente mitificados en la historia de la ciencia. Según la leyenda, Darwin se embarcó en el Beagle como naturalista, visitó el archipiélago de las Galápagos en el Océano Pacífico oriental y ahí se encontró con tortugas gigantes y pinzones. Muchas especies de estos se diferenciaban por las formas distintas de sus picos, que sugieren adaptaciones a dietas particulares. Estos indicios de las Galápagos guiaron a Darwin (¿inmediatamente o mucho después? Aquí la mítica historia es vaga) a concluir que la diversidad de la vida en la Tierra surgió de un proceso orgánico de descendencia con modificación –evolución, como se conoce ahora– y que el mecanismo es la selección natural.

Este relato del viaje del Beagle y sus consecuencias contiene una buena dosis de verdad, pero también confunde, distorsiona y omite mucho. Por ejemplo, los pinzones no resultaron tan ilustrativos, por lo menos no al inicio, como la diversidad de los cucuves de la isla, y Darwin no pudo encontrarles sentido hasta que lo ayudó un experto en aves a su regreso a Inglaterra. La escala en las Galápagos fue una breve anomalía casi al final de una expedición dedicada principalmente a estudiar el litoral de América del Sur. Darwin no se enroló en el Beagle como su naturalista oficial; era un graduado de 22 años de Cambridge que se había resignado a seguir una carrera de clérigo rural, invitado al viaje como compañero de cena del capitán, un aristócrata voluble llamado Robert FitzRoy. Con el paso del tiempo, Darwin asumió el papel de naturalista. Pero su teoría se desarrollaba lenta y sigilosamente, y El origen de las especies (cuyo título completo es El origen de las especies mediante la selección natural o la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida) no apareció sino hasta 1859. Muchos científicos, junto con algunos clérigos victorianos,objetaron las pruebas y argumentos de su teoría durante muchas décadas después. La realidad de la evolución fue ampliamente aceptada durante la vida de Darwin, pero su teoría particular –con la selección natural como causa principal– no triunfó sino hasta alrededor de 1940, cuando se integró exitosamente con la genética.

Aparte de estas aclaraciones, el punto más interesante que omite el relato simplificado es que el primer indicio real de Darwin hacia la evolución no llegó en las Galápagos, sino tres años antes, en una borrascosa playa a lo largo de la costa norte de Argentina. Y no tenía la forma de un pico de ave. Ni siquiera era una criatura viviente. Era un tesoro de fósiles. No haga caso de la noción de los pinzones de Darwin. Para una perspectiva diferente del viaje del Beagle, empiece con los armadillos y los perezosos gigantes de Darwin.

En septiembre de 1832, durante el primer año de su misión, el Beagle ancló cerca de Bahía Blanca, una población en la cabeza de una bahía a unos 650 kilómetros al suroeste de Buenos Aires. Cierto general Rosas libraba una guerra genocida contra los indios y Bahía Blanca se mantenía como un puesto de avanzada fortificado, principalmente ocupado por soldados. El Beagle permaneció en la zona por más de un mes. El paisaje circundante era la clásica pampa argentina, pastizales fértiles que cedían el paso a dunas de arena delimitadas por pasto a lo largo de la costa. Los cazadores trajeron ciervos, agutíes y otras presas, incluyendo armadillos y un ave de gran tamaño incapaz de volar a la que Darwin llamó vagamente “avestruz”. Por supuesto, no era una avestruz (que es nativa de África y anteriormente de Medio Oriente); era un ñandú, específicamente Rhea americana, de apariencia similar a una avestruz pero endémico de América del Sur y el ave más pesada del continente.

“Lo que tenemos para cenar hoy podría sonar muy raro en Inglaterra”, escribió Darwin en su diario el 18 de septiembre, deleitándose con el exotismo de su nuevo régimen: “budín de avestruz y armadillo”. Estaba empeñado en una aventura juguetona, no precisamente un viaje de campo de historia natural, y su diario de a bordo (más tarde transformado en un libro de viaje conocido como El viaje del Beagle) refleja su atención a las culturas, pueblos y políticas, así como a la ciencia. La carne roja del ave grande se parecía a la carne de res, registró. Los armadillos, sin caparazón, parecían y sabían a pato. Sus experiencias culinarias aquí en la pampa y más tarde en la Patagonia, además de formar parte de su excursión ávida de conocimiento, con el tiempo jugarían un papel importante en su pensamiento sobre la evolución.

Unos días después, el 22 de septiembre de 1832, Darwin y FitzRoy tomaron un pequeño bote para visitar un sitio llamado Punta Alta, a 16 kilómetros de su fondeadero, donde encontraron algunos afloramientos con vista al agua. “Estos son los primeros que he visto –escribió Darwin–, y son muy interesantes porque contienen numerosas conchas y huesos de animales grandes”.

A pesar de su nombre, Punta Alta no era muy alta, su acantilado de arcilla rojiza alcanzaba apenas seis metros. Pero si bien el cabo no era impresionante, los fósiles expuestos sí: abundaban en formas grandes e inusuales. Darwin y un ayudante fueron a trabajar en la roca suave con zapapicos. Entre esa sesión y los esfuerzos posteriores, recogieron los restos de nueve grandes mamíferos de Punta Alta, todos desconocidos o poco conocidos por la ciencia. Había gigantes del Pleistoceno, exclusivos de América en una época anterior a 12 000 años.

El más famoso de ellos fue el Megatherium, un perezoso terrestre del tamaño de un elefante que ya había sido nombrado y descrito por el anatomista francés George Cuvier, con base en un conjunto de fósiles encontrados en Paraguay. Los perezosos vivos son nativos de Centro y Sudamérica; el Megatherium compartía muchos de sus rasgos anatómicos, pero era demasiado grande para trepar a los árboles. Los hallazgos de Darwin también incluyen a por lo menos otros tres perezosos terrestres gigantes, una forma extinta de caballo y un caparazón protector compuesto por pequeños escudos óseos estrechamente unidos, resto de alguna bestia grande que debe haberse parecido mucho al armadillo. Ya estaba familiarizado con los armadillos de carne y hueso, pues había comido estos animales con sabor a pato junto con sus budines de avestruz. También había visto a los gauchos locales matar armadillos y asarlos en sus conchas. De las 20 especies de armadillos vivos, todas están confinadas a América y varias son comunes en las pampas; los animales asados quizás hayan sido gualacates o armadillos de seis bandas (Euphractus sexcinctus), abundantes por allí y con fama de tener un sabor horrible, lo que no parece haberles importado mucho a esos gauchos que no hacen ascos y que en ocasiones vivían semanas en el campo. “Al igual que los caracoles, llevan todas sus propiedades a la espalda y su comida es lo que los rodea”, escribió Darwin, refiriéndose a los gauchos, no a los armadillos.

Un mes después, 50 kilómetros costa arriba de Punta Alta, Darwin descubrió otro acantilado marino rico en fósiles, que alcanzaba los 35 metros y marcaba un lugar llamado Monte Hermoso. Ahí desenterró los restos petrificados de varias criaturas que de diversas maneras le recordaron a un agutí, un capibara y un pequeño roedor sudamericano, el tuco-tuco, excepto que, otra vez, en cada caso, la coincidencia entre las especies fósiles y vivas era estrecha pero no idéntica. No obstante, más tarde y más al sur de la costa de Argentina, excavó un tercer conjunto de huesos de mamífero, que, para el anatomista que finalmente los examinó, sugerían una forma extinta de camello. Esa criatura llegó a ser conocida como Macrauchenia. La familia del camello incluye dos especies sudamericanas salvajes, el guanaco y la vicuña, así como sus formas domesticadas, la llama y la alpaca. Darwin estaba muy consciente de que los guanacos vivos habitaban esa zona, pues él mismo había matado uno justo unos días antes.

Estos descubrimientos, analogías y yuxtaposiciones entraron en su memoria e imaginación para fermentarse ahí mientras continuaba el viaje y muchos años después. Mientras tanto, los fósiles fueron embalados en cajas para ser enviados a Inglaterra, principalmente al cuidado de John Stevens Henslow, el bondadoso botánico que había sido mentor de Darwin en Cambridge.

“He tenido suerte con los huesos fósiles”, le dijo a Henslow en una carta. Mencionó al roedor gigante, los perezosos terrestres y la sección de escudos óseos poligonales, sobre la que comentó: “Tan pronto los vi, pensé que tenían que pertenecer a un armadillo enorme, especie viviente cuyo género es tan abundante aquí”. Y agregó: “Si le interesan lo suficiente para desempacarlos, tendría mucha curiosidad por oír algo sobre ellos”.

Es importante no exagerar la claridad con la que Darwin pudo ya no digamos identificar, ni siquiera interpretar, lo que había encontrado. La mayoría de sus fósiles, con excepción del Megatherium, representaban especies todavía no conocidas por los expertos, y él no lo era. No era un anatomista comparativo, como el gran Cuvier, tampoco un erudito en mamíferos, y la palabra “paleontólogo” aún no se usaba. De regreso en Londres, Darwin le confió la descripción e identificación de sus fósiles a un anatomista joven y brillante llamado Richard Owen, una autoridad incipiente y prometedora en mamíferos extintos. Fue Owen quien le dio nombres a los perezosos desconocidos y sugirió (erróneamente, aunque más tarde se corrigió a sí mismo) la afinidad entre un Macrauchenia y un camello.

Darwin no era Owen. Sólo era un hombre de campo sumamente atento, ávido de especímenes, que aprendía en el camino. La invitación al Beagle lo había rescatado de un futuro inconveniente como pastor rural, y desde sus primeros días a bordo se había esforzado con diligencia, madurando con rapidez para asumir (y luego trascender) el papel de naturalista del barco. Sus mejores aptitudes para interpretar los fósiles fueron su intensa curiosidad, su talento para las observaciones minuciosas y su intuición de que todo en el mundo natural está conectado de alguna manera con lo demás.

Otro dato pequeño pero sugerente se le ocurrió meses después, mientras el Beagle se demoraba al norte de la Patagonia y Darwin pasaba el tiempo en tierra en medio de otro simpático grupo de gauchos. Primero fue un rumor: los gauchos mencionaron una forma extraña de avestruz, más pequeña que la común, con patas más cortas y más fácil de matar con sus bolas, pero similar en lo demás. Darwin olvidó la posibilidad de encontrar esa ave hasta que uno de sus compañeros de tripulación mató un “avestruz” más pequeña (otro ñandú) para comer. Darwin le prestó poca atención, al suponer que se trataba de un ejemplar joven. “[El ave] fue desplumada y guisada antes de que volviese mi memoria –escribió en un pasaje–. Pero la cabeza, el cuello, las patas, las alas, muchas de las plumas mayores y gran parte de la piel se conservaron”. Darwin rescató esos desechos y los envió a Inglaterra, donde fueron cosidos para formar un espécimen presentable para el Museo de la Sociedad Zoológica. El ornitólogo John Gould, a quien Darwin le confiaría la identificación de sus pinzones y cucuves de las Galápagos, también le dio un primer vistazo a esta criatura. Gould confirmó que era una especie distinta y la llamó Rhea darwinii (nombre que más tarde cambió por tecnicismos taxonómicos a Pterocnemia pennata) por el hombre que la había rescatado del estercolero.

Lo que más intrigó a Darwin acerca de las dos especies de ñandúes fue que, pese a lo similares que eran, coincidían muy poco en su distribución geográfica. El ñandú grande habitaba las pampas y el norte de la Patagonia; el ñandú pequeño o petiso lo sustituía más allá del río Negro y ocupaba el sur de la Patagonia. Junto con las pruebas de los mamíferos extintos de América del Sur, las implicaciones de la diversidad y distribución del ñandú resultarían casi tan sugerentes para Darwin como los patrones que encontraría más tarde entre los pinzones y los cucuves de las Galápagos.

¿Cómo se originan las especies y cómo llegan a ser lo que son? La historia ortodoxa, todavía firmemente aceptada por la ciencia europea en la época del viaje del Beagle, era que Dios había creado las especies independientemente, en tandas secuenciales (para compensar las extinciones) y había elegido colocarlas, de manera casi arbitraria, en sus localidades particulares: canguros en Australia; jirafas y cebras en África; ñandúes, perezosos y armadillos en América del Sur. Pero para Darwin, tanto los mamíferos extintos (junto con sus contrapartes vivas entre perezosos y armadillos) como los dos ñandúes (que ocupan regiones adyacentes de hábitat) sugerían algo más racional: las ideas de parentesco y sucesión entre especies estrechamente relacionadas. Esta es la explicación por la que Darwin se inclinó, ya que parecía más económica, inductiva y persuasiva que el escenario creacionista.

¿Cuán importantes fueron los datos sudamericanos para quebrantar su fe en la visión ortodoxa, convenciéndolo de que la evolución era una realidad para la que debería buscar una explicación material? El propio Darwin daría varias respuestas a estas preguntas a lo largo de su vida. Sus respuestas los clasifican, en esencia, desde muy importantes, aunque menos que las aves de las Galápagos, hasta decisivos, punto.

Alude al tema en 1845, en la segunda edición de su relato del Beagle, que revisó para incluir tímidas indirectas acerca de la teoría que aún no estaba preparado para publicar. Las relaciones entre formas fósiles y vivientes entre roedores, perezosos, camellos y armadillos eran “hechos de lo más interesantes”, anotó. Mientras tanto, el trabajo de otros investigadores había revelado patrones del mismo tipo en Brasil: formas fósiles y vivientes de oso hormiguero, tapir, mono, pecarí y zarigüeya. “Esta maravillosa relación en el mismo continente, entre los muertos y los vivos –escribió Darwin– arrojaría más luz en la apariencia de los seres orgánicos de nuestra tierra, y su desaparición de ella, que cualquier otra clase de hechos”. Pero ¿qué tipo de luz? ¿Qué revelaría esa luz? Arrojar luz era una de sus metáforas favoritas y regresaría, pero no durante una década y media sino hasta que estuvo listo para sacar a relucir en público el brillante haz de su teoría.

Existe otra pregunta intrigante acerca de los fósiles y ñandúes de América: ¿cuándo se registraron en Darwin estos datos, inclinándolo hacia la idea de la evolución? El punto de vista ampliamente aceptado es que cuando regresó del viaje del Beagle todavía no era evolucionista, sino que sólo estaba desconcertado por lo que había visto, y dio el gran salto al pensamiento evolucionista después de sus consultas con John Gould y Richard Owen en Londres, acerca de las aves y los especímenes fósiles que les había confiado (poco después de eso empezó a utilizar un nuevo término para el proceso: “transmutación”). Pero no todos están de acuerdo.

“Creo que se convirtió mucho antes”, me comentó un historiador de paleontología llamado Paul D. Brinkman. Nos encontrábamos en su oficina del Museo de Ciencias Naturales de Carolina del Norte en Raleigh, entre un retrato del joven Darwin, un cartel de Parque Jurásico y fotografías de especímenes del antiguo perezoso terrestre y el gliptodonte. “¿Por qué existiría este parecido entre la fauna fósil y la fauna existente de esta zona? ¿Por qué serían tan similares?”, preguntó, replanteando los cuestionamientos que Darwin debe haberse formulado. Los antiguos roedores y los agutíes vivos, los gliptodontes y los armadillos, ¿por qué? “Una de las posibles explicaciones sobre las que él reflexionaba, incluso en 1832, fue que uno engendró al otro. Transmutación”. Pero hasta Brinkman admite que sólo hay indicios sutiles, “no datos fehacientes”, para su hipótesis acerca de que Darwin se había convertido al evolucionismo mucho antes de siquiera desembarcar en las Galápagos.

Un testimonio críptico provino del propio Darwin, cerca del final de su vida, en la autobiografía privada que escribió para su familia. “Durante el viaje del Beagle –recordó–, me había impresionado profundamente al descubrir en la formación de las pampas el parecido entre los grandes animales fósiles cubiertos con caparazón y los armadillos existentes”. Aludió también a los ñandúes y a las especies de las Galápagos, que diferían de isla en isla. “Era evidente –escribió Darwin– que hechos como estos, al igual que muchos otros, podían explicarse bajo el supuesto de que las especies se modificaban gradualmente; el tema me obsesionó”. Desde entonces, también ha obsesionado a los eruditos.

Una vez terminado su trabajo de inspección en América del Sur y tras pasar un año circunnavegando el mundo, el Beagle llegó a Inglaterra en octubre de 1836. Darwin estaba comprometido con una vida dedicada a la ciencia. Y por lo menos había empezado a descreer de la inmutabilidad de las especies. No es posible saberlo con certeza, pero parece que para entonces había identificado la gran pregunta, aunque aún no la gran respuesta, que dominaría el resto de su vida laboral.

Con sus especímenes enviados a expertos para su identificación –las aves a Gould, los mamíferos fósiles a Owen, los reptiles a un zoólogo llamado Thomas Bell–, se dedicó a poner sus pensamientos en orden y a llevar a cabo sus sospechas. En su cuaderno privado escribió sus ideas sobre avestruces, guanacos y si “una especie se transforma en otra”. Si así era, ¿cómo podía ocurrir la transmutación? Aproximadamente año y medio más tarde, después de agregar una pieza decisiva en su pensamiento (la idea de reproducción excesiva y la lucha por la existencia, adoptada de un ensayo de Thomas Malthus sobre la población humana), Darwin dio con su teoría: selección natural, mediante la cual los individuos mejor adaptados de cada población sobreviven para tener descendencia y los otros no. Entonces alimentó, refinó, desarrolló y ocultó esa teoría durante 20 años, hasta que un joven llamado Alfred Russel Wallace (véase “El hombre que no era Darwin”) llegó a la misma idea, obligando a Darwin a apresurarse a tener lista la suya para la imprenta.

Era 1858. Para entonces, Darwin había empezado a escribir un tratado largo, detallado y lleno de notas al pie sobre la selección natural, pero apenas estaba a medio terminar. Asustado, sintiéndose propietario, pero también reanimado por la maravillosa urgencia de la historia que tenía que contar, dejó de lado “el buen libro” y rápidamente compuso un relato más simplificado. Esta versión más corta y descuidada no sería más que un “resumen” de la teoría y los datos que la sustentan, declaró. La llamó “mi volumen abominable” porque, después de décadas de reflexión y demora, el proceso de escritura resultó muy apresurado y doloroso. Quería titularlo “Resumen de un ensayo sobre el origen de las especies y variaciones a través de la selección natural”, pero su editor lo convenció de que aceptara algo por lo menos más atractivo. Apareció en noviembre de 1859 con el título de Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural, etcétera, y de inmediato fue un éxito de ventas.

Durante la vida de Darwin se imprimieron cinco ediciones más. Casi indiscutiblemente, se trata del libro científico más importante jamás publicado. Ciento cincuenta años después, hay quienes aún lo veneran, y quienes lo deploran, pero El origen de las especies sigue ejerciendo una influencia extraordinaria, aunque, por desgracia, no hay mucha gente que realmente lo lea.

Y los indicios olvidados que lo llevaron a su teoría aún siguen olvidados. De cualquier manera, se omiten en el relato mítico. Los estudiosos siguen discutiendo la importancia de esas criaturas extintas y vivientes de Argentina, especialmente los perezosos terrestres y los gliptodontes, los perezosos arborícolas, los armadillos y los ñandúes. La evidencia es mixta, incluso entre los diversos comentarios sobre el asunto que dejó el propio Darwin. El más contundente de estos comentarios, en mi opinión, es uno colocado de manera tan manifiesta que suele pasar inadvertido. Comprende las dos primeras frases de El origen de las especies, que inician el libro con una nota nostálgica. Dice así: “Cuando me encontraba a bordo del HSM Beagle, como naturalista, estaba muy impresionado con ciertos hechos de la distribución de los habitantes de América del Sur y de las relaciones geológicas entre los habitantes presentes y pasados de ese continente. Me parece que estos hechos arrojan alguna luz sobre el origen de las especies…”.

Los pinzones de las Galápagos hacen su aparición 400 páginas más adelante.

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