La rana sostiene a su compañera, con las patas delanteras asidas con fuerza a su torso. Debajo del macho, con el vientre lleno de huevos, la hembra se remoja en el arroyo poco profundo. Son ranas de una especie rara del género Atelopus, aún no tienen nombre específico y sólo son conocidas en una delgada franja de terreno en la base de los Andes y las tierras bajas adyacentes del Amazonas. La hembra se ve como si la acabaran de pintar, con motivos negros sobre amarillos y la parte del vientre de un rojo vibrante. Pero también está muerta.
Sobre esta planicie, a la orilla de la barranca, está una excavadora. La construcción de una carretera, cerca del poblado de Limón al sureste de Ecuador, ha causado una avalancha de rocas, ramas rotas y tierra que baja la colina y obstruye parte del arroyo en el bosque. Luis Coloma camina con cuidado sobre las rocas sueltas e inspecciona los daños. El herpetólogo de 47 años tiene lentes y viste una camisa amarilla llena de diminutas ranas bordadas. Con un palo mueve los escombros y dice: “Han destruido el hogar de la rana”.
Ranas y sapos, salamandras y tritones, y las cecilias, parecidas a gusanos (y poco conocidas), son los animales que conforman la clase Amphibia. Son seres de sangre fría, criaturas de cuentos de hadas, de plagas bíblicas, proverbios y brujería. La Europa medieval consideraba que las ranas eran el diablo. Para los antiguos egipcios simbolizaban la vida y la fertilidad, y para los niños a lo largo de los años han sido una resbalosa introducción al mundo natural. Para los científicos representan un orden que ha soportado más de 300 millones de años para evolucionar en más de 6 000 especies singulares, hermosas, diversas, y también en peligro de extinción.
Casi la mitad de todas las especies de anfibios está en peligro. Cientos se deslizan hacia la extinción y docenas ya no existen. Las pérdidas han sido rápidas y están muy dispersas. Pero hay algo de esperanza. Los esfuerzos de rescate que se realizan protegerán a algunos de los animales hasta que pase la tormenta de la extinción. Y, al menos en el laboratorio, los científicos han tratado a las ranas contra una enfermedad provocada por hongos que está terminando con las poblaciones alrededor del mundo.
En Quito, Coloma y su colega, Santiago Ron, han construido instalaciones para la crianza en cautiverio de anfibios en el Museo Zoológico de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Admiten que su esfuerzo es apenas una gota de agua en el estanque, pero ofrecen un puerto seguro para unos cuantos con la esperanza de detener las pérdidas nacionales. Sólo hay 16 especies en las instalaciones, aunque Ecuador es hogar de más de 470. Y esto es lo que hay en los libros. A pesar de la gran deforestación en el país, cada año se descubren especies nuevas. El laboratorio de Coloma tiene unas 60 recientemente descubiertas y que aún aguardan un nombre científico.
Coloma y Ron, que también han iniciado la compra de terrenos para la protección del hábitat, esperan dar espacio en las instalaciones a más de 100 especies. Pero la base de animales silvestres está decreciendo rápidamente. “Nos estamos convirtiendo en paleontólogos, describiendo cosas que ya están extintas”, dice Ron. En el laboratorio de Quito la evidencia es mucha. Coloma sostiene un frasco que saca de su gabinete lleno. Hay dos especímenes que flotan en alcohol. “Esta especie –dice con el rostro distorsionado por el vidrio– se extinguió en mis manos”.
No es de sorprenderse que algunos vean nuestro paso por la Tierra como una extinción masiva. Las pérdidas de biodiversidad han alcanzado niveles que no se veían desde finales del Cretácico, hace 65 millones de años. Pero los anfibios habían logrado mantenerse a lo largo de episodios de extinción del pasado. Sobrevivieron incluso cuando 95 % de los demás animales murió y, más adelante, cuando desaparecieron los dinosaurios. ¿Si no desaparecieron entonces, por qué ahora?
“Es una muerte por mil heridas”, dice el biólogo David Wake. La destrucción del hábitat, la introducción de especies exóticas, la explotación comercial y la contaminación del agua están trabajando en conjunto para diezmar a los anfibios del planeta. El papel del cambio climático aún está debatiéndose, pero en algunas partes de los Andes se ha registrado un incremento drástico en las temperaturas a lo largo de los últimos 25 años, junto con periodos inusuales de sequía.
Pero una forma de infección por hongos, la quitridiomicosis (quitridio, para acortar), con frecuencia da el tiro de gracia. Lo hizo para esta pareja en el arroyo Limón. Ambos animales dieron resultados positivos para el hongo y el macho murió poco después que la hembra.
La quitridio ya estaba acabando con los anfibios en Costa Rica en los ochenta, aunque nadie lo sabía entonces. Cuando las ranas empezaron a morir en grandes cantidades en Australia y América Central durante los noventa, los científicos descubrieron que el hongo era el culpable. Ataca la queratina, una proteína estructural clave en la piel y boca de los animales, lo cual tal vez obstaculiza el intercambio de oxígeno y el control de agua y sales en el cuerpo. Las ranas africanas de uñas, que se exportaban mucho para pruebas de embarazo desde los treinta, pueden haber sido las primeras portadoras del hongo. “Es impresionante que no hayamos visto más derrumbes de poblaciones, dada la manera en que movemos cosas por todo el mundo, acompañadas de sus patógenos”, observa Ross Alford, de la Universidad James Cook de Queensland.
El hongo quitridio ahora se ha observado en todos los continentes donde viven las ranas, en 43 países y 36 estados de EUA. Sobrevive en alturas que van desde el nivel del mar hasta 6 000 metros y mata animales que son acuáticos, terrestres y los que gustan de ambos entornos. Localmente se puede diseminar por cualquier medio: desde las patas de una rana a las plumas de un ave, a las botas de un excursionista, y ha afectado al menos a 200 especies. Han desaparecido de los bosques el sapo dorado de Costa Rica, la rana dorada de Panamá, el sapo de Wyoming y la rana de Australia, por mencionar algunas.
Ha sido una época de medidas desesperadas. Por ejemplo, después de que la investigadora Karen Lips y sus colegas reportaran las pérdidas relacionadas con el hongo en Costa Rica y Panamá, a fines de los noventa, empezaron a hacer un mapa del camino del quitridio y a predecir sus víctimas. Para 2000, los equipos estaban atrapando animales de las especies más vulnerables para guardarlos –en zoológicos, hoteles, en cualquier lugar donde se pudieran almacenar pilas de acuarios–. Las ranas enfermas eran tratadas y puestas en cuarentena. Muchas se exportaron (después de muchas batallas políticas) a zoológicos de EUA, mientras se construía una instalación en Panamá para albergar casi 1000 animales. Así empezó el Arca de los Anfibios, una misión internacional con el propósito de mantener al menos 500 especies en cautiverio para reintroducirlas cuando –o si– la crisis se resolviera.
Los trópicos, donde las condiciones promueven una gran biodiversidad de anfibios, han visto las pérdidas más dramáticas. Pero los climas más templados no se han salvado. En las partes altas de la Sierra Nevada de California, en Sixty Lake Basin, a 3 400 metros de altura, hay un paraíso de columnas de granito que se hizo famoso gracias a la cámara de Ansel Adams, donde los lagos alpinos alguna vez tuvieron una sana población de ranas. La especie más común es la rana de montaña de patas amarillas. Pero recientemente esta rana se ha vuelto difícil de localizar.
Un hombre delgado con barba crecida y trato gentil se agacha al lado del estanque número 100, bordeado por estoicas paredes de roca con florecillas rosadas y pastos enredados. Vance Vredenburg es biólogo de la Universidad Estatal de San Francisco y ha estado estudiando esta rana por 13 años, viviendo en una casa de campaña al lado de la montaña por semanas mientras lleva el registro de 80 lagos diferentes. Hoy, con tela de mosquitero alrededor del cuello, contempla 10 ranas muertas, las patas tiesas y sus panzas poniéndose suaves bajo el sol.
“Hace no mucho se podía caminar junto a este estanque –recuerda–, y una rana saltaba cada dos pasos. Se veían cientos de ellas vivas y sanas, asoleándose en grupo”. Pero en 2005, cuando el biólogo regresó a su campamento anticipando otra temporada de estudios, “había ranas muertas por todas partes. Ranas con las que llevaba años trabajando, que había marcado y seguido durante toda su vida, todas muertas. Me senté en el suelo y lloré”.
La población de estudio más numerosa que le queda a Vredenburg, en el estanque 8, tiene como 35 adultos. La mayoría de los demás animales que ha conocido en este lugar ya ha desaparecido. Lo que pasó aquí es un ejemplo perfecto de ese conjunto de golpes, un caso de estudio de cómo una especie exitosa puede derrumbarse.
Todo empezó con la trucha.
Hasta finales del siglo XIX, la Sierra Nevada estaba prácticamente libre de peces por arriba de las cascadas. Pero la política estatal de poblar las aguas con el tiempo subió por la sierra para transformar esos lagos “estériles” en un paraíso para los pescadores. El Departamento de Pesca y Caza de California empezó a enviar truchas más allá de los riscos, primero en barriles sobre mulas y después, en los cincuenta, en aviones. Estos aviones volaban sobre el agua y dejaban caer su carga. Muchos peces caían en tierra y morían. Finalmente, más de 17 000 lagos fueron poblados.
Resulta que las truchas se alimentan de renacuajos y ranas jóvenes. Conforme aumentaba la población de peces, las ranas desaparecían. El trabajo de Vredenburg en Sixty Lake Basin se convirtió en un esfuerzo por restaurar los lagos a su estado libre de peces de antes de 1900 para poder recuperar la población de ranas. Lanzó grandes redes de orilla a orilla, pescaba y se deshacía de las truchas (frecuentemente lo hacía sobre una parrilla, con algo de sal y pimienta). Tiempo después, el Servicio de Parques Nacionales se hizo cargo del proyecto y ahora 14 lagos están libres de peces, o casi. Conforme progresaba la pesca, Vredenburg dice, “las ranas empezaron a recolonizar; los lagos regresaban a la vida”.
Pero entonces vino otro golpe. El quitridio, que ya había invadido el Parque Nacional de Yosemite, llegó a Sixty Lake Basin y pasó de lago a lago, por unos 100, en una línea predecible y letal. Tras remover los peces y restaurar el hábitat, “perder a las ranas por esta enfermedad me parte el corazón”, dice.
Extrañamente, el hongo infecta pero no mata a los renacuajos, por lo cual hay varios de ellos que siguen moviéndose en estanques sin vida. Las ranas de montaña de patas amarillas tardan unos seis años en madurar. “Esos renacuajos son de hace años, no ha habido reproducción en este estanque desde que llegó el quitridio –explica Vredenburg–. Tan pronto como se transformen en ranas, morirán”.
Pero Vredenburg permanece optimista a pesar de todo. El estanque 8 es su estanque de la victoria. Cuando vio que las ranas empezaban a morir quitó a algunos de los adultos y los trató con un medicamento antifúngico y los puso de regreso. La población, aunque diminuta, ahora lleva tres años en condición estable. Vredenburg planea aplicar su laborioso método de captura-tratamiento-liberación en animales de otros estanques en Sixty Lake Basin (anunciado hasta hace poco, un proyecto similar de un equipo británico pretende mitigar la enfermedad en el sapillo balear de España). Si se pueden eliminar suficientes esporas de los cuerpos de las ranas, dice, la enfermedad podría perder su ventaja.
Otros sitios también presentan buenas noticias. Algunos anfibios no se ven afectados por el hongo y pueden ser portadores sin enfermarse. Algunas ranas arbóreas de Costa Rica tienen pigmentos en la piel que les permiten estar en el sol sin secarse, matando el hongo con el calor.
Reid Harris, de la Universidad James Madison, y sus colegas realizaron un descubrimiento alentador. Encontraron una defensa innata en las salamandras y algunas ranas: bacterias simbióticas de la piel de los anfibios que inhiben la infección del quitridio (algunas proteínas naturales de la piel muestran propiedades similares antifúngicas). “Si podemos aumentar las bacterias buenas para reducir la transmisión, podría haber tiempo para que los animales mejoren su propia inmunidad –dice Harris–. Y no estaríamos poniendo nada adicional en el ambiente. Tal vez esto podría detener la epidemia de quitridio”.
Los nuevos proyectos del Arca de los Anfibios pueden ayudar a los investigadores a poner estas medidas a prueba. En Panamá, el quitridio recientemente ha cruzado el canal y ha empezado una marcha hacia el este en la provincia de Darién, que todavía no se ve infectada, donde se conocen al menos 121 especies de anfibios. Una de las instalaciones de rescate ya está funcionando allá. Una sociedad entre EUA y Panamá está planeando otra, en parte para la investigación sobre cómo promover los microbios de la piel sana en poblaciones silvestres para detener el hongo. Si la estrategia funciona, la rana dorada, por ejemplo, podría regresar en cifras sanas a los bosques de Panamá. Mientras tanto, en Ecuador, donde hay gran variedad de ranas, Coloma y Ron han hecho una petición al gobierno para que haga una auditoría ambiental al proyecto de la carretera de Limón. La construcción se ha detenido por el momento, y algo de restauración del hábitat se puede lograr. Aunque tal vez sea demasiado tarde para salvar a los animales ahogados del arroyo, la atención de los medios en ese lugar podría ayudar a los futuros esfuerzos de preservación de la tierra.
¿Por qué preocuparnos por las ranas? “Les puedo dar mil razones”, dice Coloma. Su piel actúa como barrera protectora pero también como pulmón y como riñón, por lo cual son de los primeros animales en detectar contaminantes. Los insectos que son sus presas con frecuencia son portadores de patógenos humanos, así que las ranas son un aliado contra la enfermedad. Sirven de alimento a las serpientes, aves e incluso humanos, por lo que tienen un papel clave en los ecosistemas de agua dulce y terrestres. “Hay lugares donde la biomasa de anfibios alguna vez fue mayor que la de todos los vertebrados combinados –dice David Wake–. ¿Cómo se puede eliminar esto de un ecosistema sin tener un impacto profundo? Habrá consecuencias ecológicas que ni siquiera hemos empezado a comprender”.
“Esta historia abarca mucho más que las ranas –dice Vredenburg–. Se trata de las enfermedades emergentes y de la predicción, tratamiento y lucha contra elementos que no comprendemos del todo. Se trata de todos nosotros. Todos deberíamos preocuparnos”.
Tomada de National Geographic
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